jueves, 8 de enero de 2015

CAPÍTULO "PORCOFILIA Y PORCOFOBIA" DEL LIBRO VACAS,CERDOS,GUERRAS Y BRUJAS DEL AUTOR MARVIN HARRYS.
Todas las personas conocen ejemplos de hábitos alimenticios 
aparentemente irracionales. A los chinos les gusta la carne de perro, pero 
desdeñan la leche de vaca; a nosotros nos gusta la leche de vaca, pero nos 
negamos a comer la carne de perro; algunas tribus de Brasil se deleitan con 
las hormigas pero menosprecian la carne de venado. Y así sucesivamente en 
todo el mundo. 

El enigma del cerdo me parece una buena continuación del de la madre 
vaca. Nos obliga a tener que explicar por qué algunos pueblos aborrecen el 
mismo animal al que otros aman. 

La mitad del enigma que concierne a la porcofobia es bien conocida para 
judíos, musulmanes y cristianos. El dios de los antiguos hebreos hizo todo lo 
posible (una vez en el Libro del Génesis y otra en el Levítico) para denunciar 
al cerdo como ser impuro, como bestia que contamina a quien lo prueba o 
toca. Unos 1.500 años más tarde, Alá dijo a su profeta Mahoma que el status 
del cerdo tenía que ser el mismo para los seguidores del Islam. El cerdo sigue 
siendo una abominación para millones de judíos y cientos de millones de 
musulmanes, pese al hecho de que puede transformar granos y tubérculos en proteínas y grasas de alta calidad de una manera más eficiente que otros 
animales. 

El público conoce menos las tradiciones de los amantes fanáticos de los 
cerdos. El centro mundial del amor a los cerdos se localiza en Nueva Guinea y 
en las islas Melanesias del Sur del Pacífico. Para las tribus horticultoras de 
esta región que residen en aldeas, los cerdos son animales sagrados que se 
sacrifican a los antepasados y se comen en ocasiones importantes, como 
bodas y funerales. En muchas tribus se deben sacrificar cerdos para declarar 
la guerra y hacer la paz. La gente de la tribu cree que sus antepasados 
difuntos ansían la carne de cerdo. El hambre de carne de cerdo es tan 
irresistible entre los vivos y los muertos que de vez en cuando se organizan 
festines grandiosos y se comen casi todos los cerdos de la tribu de una sola 
vez. Durante varios días seguidos, los aldeanos y sus huéspedes engullen 
grandes cantidades de carne de cerdo, vomitando lo que no pueden digerir 
para volver a ingerir más. Cuando todo ha finalizado, la piara de cerdos ha 
quedado tan mermada que se necesitan años de rigurosa frugalidad para 
recomponerla. Tan pronto como se ha logrado esto se realizan los 
preparativos para una nueva y pantagruélica orgía. Y así vuelve a comenzar el 
extraño ciclo causado por la aparente mala administración. 

Empezaré con el problema de los porcófobos judíos e islámicos. ¿Por qué 
dioses tan sublimes como Yahvé y Alá se han tomado la molestia de 
condenar una bestia inofensiva e incluso graciosa, cuya carne le encanta a la 
mayor parte de la humanidad? Los estudiosos que admiten la condena bíblica 
y coránica de los cerdos han ofrecido diversas explicaciones. Antes del 
Renacimiento la más popular consistía en que el cerdo era literalmente un 
animal sucio, más sucio que otros puesto que se revuelca en su propia orina y 
come excrementos. Pero relacionar la suciedad física con la abominación 
religiosa lleva a incoherencias. También las vacas que permanecen en un 
recinto cerrado chapotean en su propia orina y heces. Y las vacas 
hambrientas comerán con placer excrementos humanos. Los perros y los 
pollos hacen los mismo sin preocuparse nadie por ello; los antiguos deben 
haber sabido que los cerdos criados en pocilgas limpias se convierten en 
remilgados animales domésticos. Finalmente si invocamos pautas puramente 
estéticas de "limpieza", debemos tener presente la formidable incoherencia 
que supone la clasificación bíblica de langostas y saltamontes como animales "puros". El argumento de que los insectos son estéticamente más saludables 
que los cerdos no hará progresar la causa de los fieles. 

Los rabinos judíos reconocieron estas incoherencias a principios del 
Renacimiento. Moisés Maimónides, médico de la corte de Saladino en El 
Cairo, durante el siglo XIII nos ha proporcionado la primera explicación 
naturalista del rechazo judío y musulmán de la carne de cerdo. Maimónides 
decía que Dios había querido prohibir la carne de cerdo como medida de 
salud pública. La carne de cerdo, escribió el rabino, "tenía un efecto malo y 
perjudicial para el cuerpo". Maimónides no especificó cuáles eran las razones 
médicas en que se basaba esta opinión, pero era el médico del sultán y su 
juicio fue muy respetado. 

A mediados del siglo XIX, el descubrimiento de que la triquinosis era 
provocada por comer carne de cerdo poco cocida se interpretó como una 
verificación rigurosa de la sabiduría de Maimónides. Judíos de mentalidad 
reformista se alegraron ante el sustrato racional de los códigos bíblicos y 
renunciaron inmediatamente al tabú sobre la carne de cerdo. La carne de 
cerdo, cocida adecuadamente, no constituye una amenaza a la salud pública 
y, por consiguiente, su consumo no puede ofender a Dios. Esto indujo a los 
rabinos de convicción más fundamentalista a emprender un ataque contra 
toda la tradición naturalista. Si Yahvé simplemente hubiera deseado proteger 
la salud de su pueblo, le habría ordenado comer sólo carne de cerdo bien 
cocida en vez de prohibir totalmente la carne de cerdo. Evidentemente, se 
aducía, Yahvé pensaba en otra cosa, en algo más importante que el simple 
bienestar físico. 

Además de esta incongruencia teológica, la explicación de Maimónides 
adolece de contradicciones médicas y epidemiológicas. El cerdo es un vector 
de enfermedades humanas, pero también lo son otros animales domésticos 
que musulmanes y judíos consumen sin restricción alguna. Por ejemplo, la 
carne de vaca poco cocida es fuente de parásitos, en especial tenias, que 
pueden crecer hasta una longitud de 16 a 20 pies dentro de los intestinos del 
hombre, producen una anemia grave y reducen la resistencia a otras 
enfermedades infecciosas. El ganado vacuno, las cabras y las ovejas 
transmiten también la brucelosis, una infección bacteriana corriente en los 
países subdesarrollados a la que acompañan fiebre, escalofríos, sudores, 
debilidad, dolores y achaques. La modalidad más peligrosa es la Brucelosis melitensis, que transmiten las cabras y las ovejas. Sus síntomas son letargo, 
fatiga, nerviosismo y depresión mental, a menudo interpretados 
erróneamente como psiconeurosis. Finalmente está el ántrax, una 
enfermedad que transmite el gado vacuno, ovejas, cabras, caballos y mulas, 
pero no los cerdos. A diferencia de la triquinosis que rara vez tiene 
consecuencias funestas y que ni siquiera produce síntomas en la mayor parte 
de los individuos afectados, el ántrax experimenta a menudo un desarrollo 
rápido que empieza con furúnculos en el cuerpo y produce la muerte por 
envenenamiento de la sangre. Las grandes epidemias de Antrax que asolaron 
antiguamente Europa y Asia sólo pudieron ser controladas tras el 
descubrimiento de los antibióticos y la vacuna contra el ántrax realizado por 
Louis Pasteur en 1881. 

El hecho de que Yahvé dejara de prohibir el contacto con los transmisores 
domesticados del ántrax perjudica especialmente a la explicación de 
Maimónides, puesto que ya se conocía en los tiempos bíblicos la relación 
entre esta enfermedad en los animales y el ser humano. Como describe el 
Libro del Éxodo, una de las plagas enviadas contra los egipcios relaciona 
claramente la sintomatología del ántrax en los animales con una enfermedad 
humana: 

...y prodújose una erupción que originaba pústulas en personas y animales. Los 
adivinos no pudieron mantenerse frente a Moisés a causa de las úlceras, pues el tumor 
atacó a los adivinos como a todos los egipcios. 

Al tener que afrontar estas contradicciones, la mayor parte de los 
teólogos judíos y musulmanes han abandonado la búsqueda de una base 
naturalista del aborrecimiento del cerdo. Recientemente ha ganado fuerza 
una posición claramente mística que sostiene que la gracia alcanzada al 
acatar los tabúes dietéticos depende de no saber exactamente lo que Yahvé 
tenía en mente y de no intentar descubrirlo. 

La antropología moderna ha entrado en un callejón sin salida similar. Por 
ejemplo, pese a todos sus fallos, Moisés Maimónides estuvo más cercano a 
una explicación que Sir James Frazer, autor famoso de The Golden Bough (La 
Rama Dorada). Frazer declaró que los cerdos, al igual que "todos los animales 
llamados impuros, fueron sagrados en su origen; la razón para no comerlos 
consistía en que muchos eran originariamente divinos". Esto no nos sirve de nada, puesto que también se adoró en la antigüedad en el Oriente Medio a 
ovejas, cabras y vacas, y, sin embargo, todos los grupos étnicos y religiosos 
de esta región se deleitan mucho con su carne. En concreto, la vaca, cuyo 
becerro de oro fue adorado en las faldas del Monte Sinaí, constituiría según 
la lógica de Frazer un animal más impuro para los hebreos que el cerdo. 

Otros estudiosos han sugerido que los cerdos, junto con el resto de los 
animales sujetos a tabúes en la Biblia y en el Coran, fueron en la antigüedad 
los símbolos totémicos de diferentes clanes tribales. Esto pudo haber 
acaecido perfectamente en algún momento remoto de la historia, pero si 
admitimos esta posibilidad, debemos admitir también que animales "puros" 
tales como el ganado vacuno, ovejas y cabras podrían haber servido como 
tótems. En contra de gran parte de lo que se ha escrito sobre el tema del 
totemismo, los tótems no son habitualmente animales estimados como 
alimento. Los tótems más populares entre los clanes primitivos de Australia y 
África son aves relativamente inútiles como los cuervos y los tejedores, o 
insectos como jejenes, hormigas y mosquitos, o incluso objetos inanimados 
como nubes y cantos rodados. Además, aun cuando el tótem sea un animal 
estimado, no hay ninguna regla invariable que exija a los humanos 
abstenerse de comerlo. Con tantas opciones disponibles, decir que el cerdo 
era un tótem no explica nada. También podríamos declarar: "el cerdo fue 
convertido en tabú porque fue convertido en tabú". 

Prefiero el enfoque de Maimónides. Al menos el rabino intentó 
comprender el tabú, situándolo en un contexto natural de salud y 
enfermedad en el que intervenían fuerzas mundanas y prácticas definidas. La 
única dificultad consistía en que su concepción de las circunstancias 
pertinentes para el aborrecimiento del cerdo estaba constreñida por un 
interés restringido en la patología corporal, característico de un médico. 

La solución del enigma del cerdo nos obliga a adoptar una definición 
mucho más amplia de la salud pública, que comprenda los procesos 
esenciales mediante los cuales animales, plantas y gentes logran coexistir en 
comunidades naturales y culturales viables. Creo que la Biblia y el Corán 
condenaron al cerdo porque la cría de cerdos constituía una amenaza a la 
integridad de los ecosistemas naturales y culturales del Oriente Medio. 
 Para empezar, debemos tener presente el hecho de que los hebreos 
protohistóricos los hijos de Abraham a finales del segundo milenio a.C. 
estaban adaptados culturalmente a la vida en las regiones áridas, 
accidentadas y poco pobladas, que se extienden entre los valles fluviales de 
Mesopotámica y Egipto. Los hebreos eran pastores nómadas, que vivían casi 
exclusivamente de rebaños de ovejas, cabras y ganado vacuno, hasta su 
conquista del Valle del Jordán en Palestina, a principios del siglo XIII a.C. 
Como todos los pueblos pastores, mantenían estrechas relaciones con los 
agricultores sedentarios que ocupaban los oasis y las orillas de los grandes 
ríos. De vez en cuando, estas relaciones maduraban transformándose en un 
estilo de vida más sedentario, orientado hacia la agricultura. Esto es lo que 
parece haber ocurrido entre los descendientes de Abraham en 
Mesopotámica, los seguidores de José en Egipto y los seguidores de Isaac en 
el Néguer occidental. Pero incluso durante el clímax de la vida urbana y 
aldeana bajo los reyes David y Salomón, el pastoreo de ovejas, cabras y 
ganado vacuno continuó siendo una actividad económica muy importante. 

Dentro de la pauta global de este complejo mixto de agricultura y 
pastoreo, la prohibición divina de la carne de cerdo constituyó una estrategia 
ecológica acertada. Los israelitas nómadas no podían criar cerdos en sus 
hábitats áridos, mientras que los cerdos constituían más una amenaza que 
una ventaja para las poblaciones agrícolas aldeanas y semisedentarias. 

La razón básica de esto estriba en que las zonas mundiales de nomadismo 
pastoral corresponden a llanuras y colinas deforestadas, que son demasiado 
áridas para permitir una agricultura dependiente de las lluvias y que no son 
fáciles de regar. Los animales domésticos mejor adaptados a estas zonas son 
los rumiantes: ganado vacuno, ovejas y cabras. Los rumiantes tienen bolsas 
antes del estómago que les permiten digerir hierbas, hojas y otros alimentos 
compuestos principalmente de celulosa con más eficiencia que otros 
mamíferos. 

Sin embargo, el cerdo es ante todo una criatura de los bosques y de las 
riberas umbrosas de los ríos. Aunque es omnívoro, se nutre perfectamente 
de alimentos pobres en celulosa, como nueces, frutas, tubérculos y sobre 
todo granos, lo que le convierte en un competidor directo del hombre. No 
puede subsistir sólo a base de hierba, y en ningún lugar del mundo los 
pastores totalmente nómadas crían cerdos en cantidades importantes. Además, el cerdo tiene el inconveniente de no ser una fuente práctica de 
leche y es muy difícil conducirle a largas distancias. 

Sobre todo, el cerdo está mal adaptado desde el punto de vista 
termodinámico al clima caluroso y seco del Néguer, el Valle del Jordán y las 
otras tierras de la Biblia y el Corán. En contraste con el ganado vacuno, las 
cabras y las ovejas, el cerdo tiene un sistema ineficaz para regular su 
temperatura corporal. Pese a la expresión "sudar como un cerdo", se ha 
demostrado recientemente que los cerdos no sudan. El ser humano, que es 
el mamífero que más suda, se refrigera a sí mismo evaporando 1.000 gramos 
de líquido corporal por hora y metro cuadrado de superficie corporal. En el 
mejor de los casos, la cantidad que el cerdo puede liberar es 30 gramos por 
metro cuadrado. Incluso las ovejas evaporan a través de su piel el doble de 
líquido corporal que el cerdo. Así mismo, las ovejas disponen de una lana 
blanca y tupida que refleja los rayos solares y proporciona aislamiento 
cuando la temperatura del aire sobrepasa a la del cuerpo. Según L. E. Mount, 
miembro del Instituto del Consejo de Investigación Agrícola de Fisiología 
Animal de Cambridge, Inglaterra, los cerdos adultos perecerían si se 
expusieran a la luz directa del sol y a temperaturas del aire superiores a 98º 
F. En el Valle del Jordán, el aire alcanza casi todos los veranos temperaturas 
de 110º F, y la luz solar es intensa durante todo el año. 

El cerdo debe humedecer su piel en el exterior para compensar la falta de 
pelo protector y su incapacidad para sudar. Prefiere revolcarse en lodo limpio 
y fresco, pero cubrirá su piel con su propia orina y heces si no dispone de 
otro medio. Por debajo de los 84º F, los cerdos que permanecen en pocilgas 
depositan sus excrementos lejos de sus zonas de dormir y comer, mientras 
que por encima de los 84º F comienzan a excretar indiscriminadamente en 
toda la pocilga. Cuanto más elevada es la temperatura, más "sucio" se vuelve 
el cerdo. Así, hay cierta verdad en la teoría que sostiene que la impureza 
religiosa del cerdo se funda en la suciedad física real. Sólo que el cerdo no es 
sucio por naturaleza en todas partes; más bien, el hábitat caluroso y árido del 
Oriente Medio obliga al cerdo a depender al máximo del efecto refrescante 
de sus propios excrementos. 

Las ovejas y cabras fueron los primeros animales en ser domesticados en 
Oriente Medio, posiblemente hacia el año 9.000 a.C. Los cerdos fueron 
domesticados en la misma región general unos 2.000 años más tarde. Los cómputos de huesos realizados por los arqueólogos en los primeros enclaves 
prehistóricos de aldeas que practicaban la agricultura, muestran que el cerdo 
domesticado era casi siempre una parte relativamente insignificante de la 
fauna de la aldea, constituyendo sólo cerca del 5 por cien de los restos de 
animales comestibles. Esto es lo que podíamos esperar de un a criatura que 
necesitaba sombra y lodo, no producía leche y comía el mismo alimento que 
el hombre. 

Como ya he indicado en el caso de la prohibición hindú de la carne de 
vaca, en condiciones preindustriales, todo animal que se cría principalmente 
por su carne es un artículo de lujo. Esta generalización vale también para los 
pastores preindustriales, que rara vez explotan sus rebaños para obtener 
principalmente carne. 

Las antiguas comunidades del Oriente Medio, que combinaban la 
agricultura con el pastoreo, apreciaban a los animales domésticos 
principalmente como fuente de leche, queso, pieles, boñiga, fibras y tracción 
para arar. Las cabras, ovejas y ganado vacuno proporcionaban grandes 
cantidades de estos productos más un suplemento ocasional de carne magra. 
Por lo tanto, desde el principio, la carne de cerdo ha debido constituir un 
artículo de lujo, estimado por sus cualidades de suculencia, ternura y grasa. 

Entre los años 7.000 y 2.000 a.C., la carne de cerdo se convirtió aún más 
en un artículo de lujo. Durante este período, la población humana de Oriente 
Medio se multiplicó por sesenta. Al crecimiento de la población acompañó 
una extensa deforestación, como consecuencia, sobre todo, del daño 
permanente causado por los grandes rebaño de ovejas y cabras. La sombra y 
el agua, las condiciones naturales adecuadas para la cría de cerdos, 
escasearon cada vez más; la carne de cerdo se convirtió aún más en un lujo 
ecológico y económico. 

Como sucede con el tabú que prohíbe comer carne de vaca, cuanto mayor 
es la tentación, mayor es la necesidad de una prohibición divina. 
Generalmente se acepta esta relación como adecuada para explicar por qué 
los dioses están siempre tan interesados en combatir tentaciones sexuales 
tales como el incesto y el adulterio. Aquí lo aplico simplemente a un artículo 
alimenticio tentador. El oriente Medio es un lugar inadecuado para criar 
cerdos, pero su carne constituye un placer suculento. La gente siempre encuentra difícil resistir por sí sola a estas tentaciones. Por eso se oyó decir a 
Yahvé que tanto comer el cerdo como tocarlo era fuente de impureza. Se oyó 
repetir a Alá el mismo mensaje y por la misma razón: tratar de criar cerdos en 
cantidades importantes era una mala adaptación ecológica. Una producción 
a escala pequeña sólo aumentaría la tentación. Por consiguiente, era mejor 
prohibir totalmente el consumo de carne de cerdo, y centrarse en la cría de 
cabras, ovejas y ganado vacuno. Los cerdos eran sabrosos, pero resultaba 
demasiado costoso alimentarlos y refrigerarlos. 

Todavía persisten muchos interrogantes, en especial por qué cada una de 
las otras criaturas prohibidas por la Biblia -buitres, halcones, serpientes, 
caracoles, mariscos, peces sin escamas, etc.- fueron objeto del mismo tabú 
divino. Y por qué los judíos y musulmanes que ya no viven en Oriente Medio 
continúan observando, aun que con grados diferentes de exactitud y celo, las 
antiguas leyes dietéticas. En general parece que la mayor parte de las aves y 
animales prohibidos encajan perfectamente en dos posibles categorías. 
Algunos, como las águilas, culebras, los buitres y los halcones, ni siquiera son 
fuentes potencialmente significativas de alimentos. Otros como el marisco, 
no son evidentemente accesibles a poblaciones que combinan el pastoreo 
con la agricultura. Ninguna de estas categorías de criaturas tabúes plantea la 
cuestión que he tratado de responder: a saber, cómo explicar un tabú 
aparentemente extraño e inútil. Evidentemente no es nada irracional que la 
gente no gaste su tiempo cazando buitres para comer, o que no ande 50 
millas por el desierto en busca de un plato de almejas. 

Ahora es el momento adecuado para rechazar la afirmación que sostiene 
que todas las prácticas alimenticias sancionadas por la religión tienen 
explicaciones ecológicas. Los tabúes cumplen también funciones sociales, 
como ayudar a la gente a considerarse una comunidad distintiva. La actual 
observancia de reglas dietéticas entre los musulmanes y judíos que viven 
fuera de sus tierras de origen del Oriente Medio cumple perfectamente esta 
función. La cuestión que plantea esta práctica es si disminuye de algún modo 
significativo el bienestar práctico y mundano de judíos y musulmanes al 
privarles de factores nutritivos para los que no se dispone fácilmente de 
sustitutos. A mi entender, la respuesta es casi con seguridad negativa. Pero 
permitidme resistir a otra tentación: la tentación de explicarlo todo. Pienso 
que conoceremos mejor a los porcofóbos si volvemos a la otra mitad del 
enigma, es decir, a los amantes de los cerdos.  
El amor a los cerdos es lo opuesto al oprobio divino con que cubren al 
cerdo musulmanes y judíos. Esta condición no se alcanza simplemente 
mediante un entusiasmo gustativo por la cocina de la carne de cerdo. 
Muchas tradiciones culinarias, incluidas la euro-americana y china, estiman la 
carne y manteca de los cerdos. El amor a los cerdos es otra cosa. Es un 
estado de comunidad total entre el hombre y el cerdo. Mientras la presencia 
del cerdo amenaza el status humano de los musulmanes y los judíos, en el 
ambiente en que reina el amor a los cerdos, la gente sólo puede ser 
realmente humana en compañía de ellos. 

El amor a los cerdos incluye criar cerdos como miembros de la familia, 
dormir junto a ellos, hablarles, acariciarles y mimarles, llamarles por su 
nombre, conducirles con una correa a los campos, llorar por ellos cuando 
están enfermos o heridos, y alimentarles con bocados selectos de la mesa 
familiar. Pero a diferencia del amor a las vacas entre los hindúes, el amor a 
los cerdos incluye también el sacrificio obligatorio de cerdos y su consumo en 
acontecimientos especiales. A causa del sacrificio ritual y el festín sagrado, el 
amor a los cerdos proporciona una perspectiva más amplia de la comunión 
entre hombre y bestia que la existente entre el agricultor hindú y su vaca. El 
clímax del amor a los cerdos es la incorporación de la carne de cerdo a la 
carne del anfitrión humano y del espíritu del cerdo al espíritu de los 
antepasados. 

El amor a los cerdos significa honrar al padre fallecido matando a palos la 
cerda predilecta ante su tumba y asándola en un horno de tierra cavado en el 
lugar. El amor a los cerdos significa llenar la boca del cuñado con puñados de 
manteca de la panza salada y fría para hacerle leal y feliz. Sobre todo, el amor 
a los cerdos es el gran festín de cerdos, que se celebra una o dos veces en 
cada generación, en el que se extermina y se devora con glotonería la mayor 
parte de los cerdos adultos para satisfacer el ansia de carne de cerdo de los 
antepasados, asegurar la salud de la comunidad y la victoria en las futuras 
guerras. 

Roy Rappaport, profesor de la Universidad de Michigan, ha realizado un 
estudio detallado de la relación entre los cerdos y los maring, un remoto 
grupo tribal, amante de los cerdos, que habita en la Cordillera Bismarck de 
Nueva Guinea. Rappaport describe en su libro Pigs for the ancestor: Ritual in the Ecology or a New Guinea People, cómo el amor a los cerdos contribuye a 
la solución de problemas humanos básico. Dadas las circunstancias de la vida 
de los maring, hay escasas alternativas viables. 

Cada subgrupo o clan local de los maring celebra un festival de cerdos por 
término medio aproximadamente una vez cada doce años. El festival entero, 
que incluye diversos preparativos, sacrificios en pequeña escala y el sacrificio 
masivo final dura alrededor de un año y se conoce en el lenguaje de los 
maring como un kaiko. En los primeros dos o tres meses que siguen 
inmediatamente a la terminación del kaiko, el clan entabla un combate 
armado con los clanes enemigos, lo que produce muchas bajas y la pérdida o 
la conquista eventuales de territorio. 

El resto de los cerdos se sacrifica durante el combate; vencedores y 
vencidos pronto se encuentran totalmente privados de cerdos adultos con 
los que ganarse el favor de sus respectivos antepasados. El combate cesa 
bruscamente, y los beligerantes acuden a los lugares sagrados para plantar 
árboles pequeños llamados rumbim. Cada varón adulto del clan participa en 
este ritual poniendo las manos sobre el árbol joven rumbim cuando se planta 
en el suelo. 

El mago de la guerra se dirige a los antepasados, explicando que se han 
quedado sin cerdos y que les agradecen estar vivos. Asegura a los 
antepasados que el combate ya ha finalizado y que no se reanudarán las 
hostilidades mientras el rumbim permanezca plantado. De ahora en 
adelante, los pensamientos y esfuerzos de los vivos se orientarán a la cría de 
cerdos; sólo cuando se ha formado una nueva piara de cerdos lo 
suficientemente grande para celebrar un gran kaiko y dar así las debidas 
gracias a los antepasados, los guerreros pensarán en arrancar el rumbim y 
retornar al campo de batalla. 

Rappaport ha podido mostrar en su estudio detallado de un clan llamado 
los tsembaga que el ciclo entero -que consiste en el kaiko seguido de guerra, 
plantación del rumbim, tregua, cría de una nueva piara de cerdos 
arrancamiento del rumbim y nuevo kaiko- no es un simple psicodrama de los 
criadores del cerdos que se han vuelto locos. Cada parte de este ciclo se 
integra en un ecosistema complejo autorregulado, que ajusta con eficacia el tamaño y distribución de la población animal y humana de los tsembaga 
según los recursos disponibles y las oportunidades de producción. 

La cuestión central para poder comprender el amor a los cerdos entre los 
maring es la siguiente: ¿Cómo decide la gente el momento en que hay cerdos 
suficientes para dar gracias a los antepasados como es debido? Los mismos 
maring no supieron enunciar cuántos años deben transcurrir o cuántos 
cerdos se necesitan para celebrar un kaiko adecuado. Descartamos 
prácticamente la posibilidad de acuerdo sobre la base de un número fijo de 
animales o años, ya que los maring carecen de calendario y su lenguaje no 
dispone de palabras para números superiores a tres. 

El kaiko de 1963 que observó Rappaport se inició cuando había 169 cerdos 
y unos 200 miembros en el clan de los tsembaga. El significado de estas cifras 
en términos de las rutinas cotidianas de trabajo y pautas de asentamiento 
proporciona la clave para la duración del ciclo. 

La tarea de criar cerdos así como la de cultivar ñame, taro y batatas 
depende principalmente del trabajo de las mujeres maring. Estas transportan 
las crías de los cerdos junto con las criaturas humanas a los huertos. Después 
del destete, sus dueñas les adiestran a correr detrás de ellas como perros. A 
la edad de cuatro o cinco meses, los cerdos vagan sueltos por el bosque 
hasta que sus dueñas los conducen al anochecer para proporcionarles una 
ración diaria de batatas y ñames sobrantes o de calidad inferior. A medida 
que crecen los cerdos y aumenta su número, la mujer debe trabajar mucho 
más para proporcionarles su cena. 

Mientras el rumbim permanecía plantado Rappaport descubrió que las 
mujeres tsembaga estaban sometidas a una presión considerable para 
aumentar la dimensión de sus huertos, plantar más batatas y ñames, y criar 
más cerdos con tanta rapidez como fuera posible para tener "suficientes" 
cerdos y poder celebrar el siguiente kaiko antes que el enemigo. El peso de 
los cerdos adultos, que oscila alrededor de las 135 libras, sobrepasa el de la 
media de los maring adultos, y a pesar de hozar durante el día a cada mujer 
le cuesta tanto esfuerzo alimentarles como un hombre adulto. Cuando se 
arrancó el rumbim en 1963, las mujeres tsembaga más ambiciosas atendían 
el equivalente de 6 cerdos de 135 libras cada uno, además de trabajar en el 
huerto para ellas y sus familias, cocinar, amamantar, transportar las criaturas de un lado para otro y manufacturar artículos domésticos como bolsas de 
red, delantales de cuerda y taparrabos. Rappaport calcula que sólo el cuidado 
de los 6 cerdos consumía más del 50 por 100 del total de energía diaria 
gastada por una mujer maring sana y bien alimentada. 

Normalmente al aumento en la población porcina acompaña también un 
incremento en la población humana, en especial entre grupos que han sido 
los vencedores en la guerra anterior. Los cerdos y la gente han de nutrirse de 
los huertos instalados en zonas taladas y quemadas del bosque tropical que 
cubre las faldas de la Cordillera Bismarck. Como sucede con otros sistemas de 
horticultura similares en otras regiones tropicales, la fertilidad de los huertos 
maring depende del nitrógeno depositado en el suelo por las cenizas 
provenientes de la quema de árboles. No se pueden plantar los huertos 
durante más de dos o tres años consecutivos, puesto que una vez que han 
desaparecido los árboles, las fuertes lluvias se llevan rápidamente el 
nitrógeno y otros elementos nutritivos del suelo. La única solución consiste 
en elegir otro lugar y quemar otro segmento del bosque. Después de una 
década aproximadamente, los antiguos huertos se cubren de abundante 
vegetación secundaria de modo que se pueden volver a quemar y plantar. 
Son preferidos estos emplazamientos de huertos antiguos puesto que son 
más fáciles de desbrozar que el bosque virgen. Pero cuando aumenta la 
población de cerdos y hombres durante la tregua del rumbim, la maduración 
de los emplazamientos de los antiguos huertos se retrasa y se deben 
establecer nuevos huertos en las zonas vírgenes. Aunque se dispone de 
bosque virgen en abundancia, los nuevos emplazamientos de huertos exigen 
un esfuerzo extra a cada uno y reducen la tasa típica de rendimiento por cada 
unidad de trabajo invertida por los maring en alimentarse a si mismos y a sus 
cerdos. 

Los hombres que se encargan de desbrozar y quemar la selva para los 
nuevos huertos deben trabajar mucho más a causa de la mayor espesura y 
altura de los árboles vírgenes. Pero son las mujeres son las que más sufren, 
puesto que los nuevos huertos se ubican necesariamente a una mayor 
distancia del centro de la aldea. No sólo tienen que plantar huertos más 
extensos para alimentar a sus familias y cerdos, sino que también han de 
emplear cada vez más tiempo caminando para ir a trabajar y consumir más 
energía llevando los cochinillos y bebés a los huertos y desde éstos a casa y 
transportando a sus hogares cargas pesadas de ñames y batatas.  
Otra fuente de tensión surge del esfuerzo creciente que requiere la 
protección de los huertos para que no sean devorados por los cerdos adultos 
que andan sueltos hozando. Cada huerto debe rodearse con una fuerte 
empalizada que impida la entrada de los cerdos. Sin embargo, una cerda 
hambrienta de 150 libras es un adversario terrible. Cuando crece la piara de 
cerdos, éstos abren brechas en las empalizadas e invaden más a menudo los 
huertos. Un horticultor airado que sorprenda al cerdo infractor puede llegar 
a matarlo. Estos incidentes desagradables producen enfrentamientos entre 
los vecinos y aumentan la sensación general de insatisfacción. Como señala 
Rappaport, los incidentes en los que están implicados los cerdos aumentan 
necesariamente con más rapidez que la misma piara. 

Para evitar estos incidentes y estar más cerca de sus huertos, los maring 
comienzan a dispersar sus casas en un área más extensa. Esta dispersión 
reduce la seguridad del grupo en caso de reanudación de las hostilidades. 
Todos se vuelven más nerviosos. Las mujeres comienzan a quejarse de su 
exceso de trabajo. Discuten con sus maridos y regañan a sus hijos. Pronto 
empiezan los hombres a preguntarse si no habrá ya "suficientes cerdos". 
Bajan a inspeccionar el rumbim y ver la altura que ha alcanzado. Las quejas 
de las mujeres aumentan de tono, y finalmente los hombres acuerdan, con 
considerable unanimidad y sin hacer recuento de los cerdos, que ha llegado 
el momento de iniciar el kaiko. 

Durante el kaiko celebrado en el año 1963, los tsembaga sacrificaron las 
tres cuartas partes del número total de cerdos y consumieron siete octavas 
partes de su peso total. Gran parte de esta carne se distribuyó entre los 
parientes políticos y aliados militares que fueron invitados a participar en las 
fiestas a lo largo de todo el año. 

En los rituales culminantes celebrados el 7 y el 8 de noviembre de 1963, 
los tsembaga mataron 96 cerdos, distribuyendo carne y manteca, directa o 
indirectamente, entre una población estimada en dos mil o tres mil personas. 
Los tsembaga se reservaron unas 2.500 libras de carne de cerdo y manteca, 
es decir, 12 libras por cada hombre, mujer y niño, cantidad que consumieron 
en cinco días consecutivos de glotonería desenfrenada. 
 Los maring utilizan conscientemente el kaiko como una ocasión para 
recompensar a sus aliados por la asistencia anterior y ganarse su lealtad en 
futuras hostilidades. A su vez los aliados aceptan la invitación al kaiko porque 
les da la oportunidad de comprobar si sus anfitriones son lo suficientemente 
prósperos y poderosos para garantizar un apoyo continuo; por supuesto, 
también los aliados anhelan la carne de cerdo. 

Los huéspedes se atavían con sus mejores galas. Se adornan con collares 
de cuentas y conchas, ligas de conchas de cauri en las pantorrillas, pretinas 
de fibra de orquídea, taparrabos a rayas de color púrpura ribeteados con piel 
de marsupiales, y montones de hojas en forma de acordeón rematadas con 
un polisón en sus nalgas. Coronas de plumas de águila y papagayo envuelven 
sus cabezas, engalanadas con tallos de orquídeas, escarabajos verdes y 
cauris, y coronadas con un ave del paraíso entera disecada. Cada hombre ha 
pasado horas enteras pintándose la cara con dibujos originales, y se adorna 
con la mejor pluma del ave del paraíso, que atraviesa su nariz junto con un 
disco o la concha dorada en forma de medialuna de una ostra perlífera. 
Visitantes y anfitriones se pavonean ante los demás danzando en la pista 
construida expresamente para la ocasión, preparando así el terrenos para 
alianzas amorosas con las espectadoras, así como alianzas militares con los 
guerreros. 

Más de 1.000 personas se apiñaban en el terreno de la danza de los 
tsembaga para participar en los rituales que siguieron al gran sacrificio de 
cerdos presenciado por Rappaport en 1963. Paquetes de manteca salada de 
cerdo se amontonaban como premio especial tras la ventana situada en lo 
alto de un edificio ceremonial de tres lados colindante con el terreno de 
danza. En palabras de Rapaport: 

Varios hombres subieron a lo alto de la estructura y desde allí proclamaron a la multitud, 
uno a uno, los nombres y clanes de los hombres homenajeados. Cuando era llamado, el 
homenajeado cargaba hacia la ventana blandiendo su hacha y lanzando gritos. Sus partidarios le 
seguían de cerca dando gritos de guerra, tocando tambores y esgrimiendo armas. Una vez en la 
ventana, los tesembaga a los que había ayudado el hombre homenajeado en el último combate, le 
llenaban la boca con la manteca salada y fría de la panza y le pasaban por la ventana un paquete 
que contenía más manteca para sus seguidores. El héroe se retiraba entonces con la manteca 
colgando de su boca, y con él sus partidarios, profiriendo gritos, cantando, tocando los tambores y 
danzando. Las llamadas se sucedían rápidamente, y los grupos que cargaban hacia la ventana se 
enredaban a veces con los que se retiraban. 
 Todo esto tiene una explicación práctica dentro de los límites establecidos 
por las condiciones tecnológicas y ambientales básicas de los maring. En 
primer lugar, el ansia de carne de cerdo es un rasgo perfectamente racional 
de la vida de los maring, dada la escasez general de carne en su dieta. 
Aunque pueden complementar en ocasiones su dieta de vegetales básicos 
con ranas, ratas y algunos marsupiales, la carne de cerdo domesticado es su 
mejor fuente potencial de proteínas y grasas animales de alta calidad. Esto 
no significa que los maring sufran de forma aguda una deficiencia en 
proteínas. Al contrario, su dieta de ñames, batatas, taro y otros alimentos 
vegetales les proporciona una gran variedad de proteínas vegetales que 
satisfacen, aunque no sobrepasan, los niveles normales de nutrición. Sin 
embargo, la obtención de proteínas del cerdo es otra cuestión. En general las 
proteínas animales están más concentradas y son, desde el punto de vista 
metabólico, más eficaces que las vegetales, de ahí que la carne sea siempre 
una tentación irresistible para las poblaciones humanas que se limitan 
principalmente a alimentos vegetales (nada de queso, leche, huevos o 
pescado). 

Además, hasta cierto punto, la cría de cerdos está bien fundada en la 
ecología de los maring. La temperatura y humedad son ideales. El ambiente 
húmedo y sombreado de las faldas de las montañas favorece la cría de 
cerdos y permite a estos animales obtener una parte fundamental de su 
alimento hozando libremente en el bosque. La prohibición absoluta de la 
carne de cerdo -la solución en el Oriente Medio- sería una práctica 
sumamente irracional y antieconómica en estas circunstancias. 

Por otro lado, un crecimiento ilimitado de la población porcina sólo puede 
acarrear una situación de competencia entre el hombre y el cerdo. En 
semejantes casos, la cría de cerdos se convierte en una sobrecarga para las 
mujeres y pone en peligro los huertos de los que depende la supervivencia de 
los maring. A medida que aumente la población porcina las mujeres maring 
tienen que trabajar cada vez más. Finalmente, se encuentran con que ya no 
trabajan para alimentar personas, sino a los cerdos. Por otra parte, cuando se 
empieza a explotar tierras vírgenes, la eficiencia de todo el sistema agrícola 
cae en picado. Este es el momento adecuado para el kaiko, a cuya 
celebración contribuyen los antepasados cumpliendo la doble función de 
estimular un esfuerzo máximo en la cría de cerdos y de evitar que éstos 
acaben con las mujeres y los huertos. Ciertamente, su tarea es más difícil que la de Yahvé o Alá, puesto que siempre es más fácil administrar un tabú total 
que otro parcial. Sin embargo, la creencia de que debe celebrarse un kaiko 
tan pronto como sea posible para hacer felices a los antepasados, libera 
efectivamente a los maring de animales que se han vuelto parásitos e impide 
que la población de cerdos se convierta en "algo demasiado bueno". 

Si los antepasados son tan inteligentes, ¿por qué no fijan simplemente un 
límite al número de cerdos que cada mujer maring puede criar? ¿No sería 
mejor mantener un número constante de cerdos en vez de permitir que la 
población de cerdos pase por un ciclo de extremos de escasez y abundancia? 

Esta alternativa sería preferible sólo si cada clan de los maring dispusiera 
de un tipo de agricultura completamente diferente, tuviera gobernantes 
poderosos y leyes escritas, hubiese alcanzado un crecimiento demográfico 
cero y careciese de enemigos: en una palabra, si no fueran maring. Nadie, ni 
siquiera los antepasados, puede predecir qué número de cerdos constituye 
"algo demasiado bueno", esto es, una cantidad excesiva. El momento en que 
los cerdos se convierten en una carga no depende de una serie de 
constantes, sino de un conjunto de variables que cambian cada año. 
Depende de la población existente en toda la región y en cada clan, de su 
estado de vigor físico y psicológico, de las dimensiones de su territorio, de la 
extensión disponible de bosque secundario, y de la situación e intenciones de 
los grupos enemigos en los territorios vecinos. Los antepasados de los 
tsembaga no pueden decir simplemente "no criaréis sino cuatro cerdos", 
puesto que no hay forma de poder garantizar que los antepasados de los 
kundugai, dimbagai, vimgagai, tuguma, aundagai, kauwasi, monambant y 
todos los demás se vayan a poner de acuerdo sobre este número. Todos 
estos grupos han entablado una lucha para hacer valer sus respectivos 
derechos a una parte de los recursos de la tierra. La guerra y la amenaza de 
guerra sondean y ponen a prueba estos derechos. El ansia insaciable de 
cerdos por parte de los antepasados es una consecuencia de esta belicosidad 
de los clanes maring. 

Para dar satisfacción a los antepasados, se debe hacer un esfuerzo 
máximo no sólo para producir tanto alimento como sea posible, sino también 
para acumularlo en forma de piara de cerdos. Este esfuerzo, aun cuando 
produce excedentes cíclicos de carne de cerdo, aumenta la capacidad del 
grupo para sobrevivir y defender su territorio.  
Esto se consigue diferentes maneras. En primer lugar, este esfuerzo extra 
exigido por el ansia de cerdos de los antepasados eleva los niveles de 
ingestión de proteínas para el grupo entero durante la tregua del rumbim, lo 
que da lugar a una población más alta, más sana y más vigorosa. Además, 
mediante la celebración del kaiko al finalizar la tregua, los antepasados 
garantizan un consumo de dosis masivas de proteínas y grasas de alta calidad 
en el período de mayor tensión social, es decir, en los meses que preceden 
inmediatamente al desencadenamiento de la lucha intergrupal. Finalmente, 
acumulando grandes cantidades de comida extra en forma de carne de cerdo 
de gran valor nutritivo, los clanes maring logran atraer y recompensar a 
aliados cuando más necesidad tienen de ellos: justo antes de estallar la 
guerra. 

Los tsembaga y sus vecinos son conscientes de la relación entre éxito en la 
cría de cerdos y poderío militar. El número de cerdos sacrificados en el kaiko 
proporciona a los huéspedes una base precisa para evaluar la salud, energía y 
determinación de los anfitriones. Un grupo que no logre acumular cerdos no 
se hallará en condiciones de sostener una buena defensa de su territorio, y 
no atraerá a aliados poderosos. No es una simple premonición irracional de 
derrota la que se cierne sobre el campo de batalla cuando no se les ofrece a 
los antepasados suficiente carne de cerdo en el kaiko. Rappaport insiste -
pienso que correctamente- en que en un sentido ecológico fundamental, el 
número de cerdos excedentes en un grupo indica su fuerza productiva y 
militar a la vez que valida o invalida sus derechos territoriales. En otras 
palabras, desde el punto de vista de la ecología humana, el sistema entero 
produce una distribución eficiente de plantas, animales y hombres en la 
región. 

Estoy seguro de que muchos lectores van a insistir entonces en que el 
amor a los cerdos es inadaptativo y sumamente ineficiente, puesto que se 
ajusta a periódicos estallidos bélicos. Si la guerra es irracional, también lo es 
entonces el kaiko. Una vez más permitidme resistir a la tentación de explicar 
todas las cosas a la vez. En el próximo capítulo examinaré las causas 
materiales de la guerra de los maring. Pero de momento permitidme señalar 
que la porcofilia no es causa de la guerra. Millones de personas que nunca 
han visto un cerdo emprenden la guerra; y la porcofobia (antigua y moderna) 
tampoco aumenta de una manera ostensible el carácter pacífico de las relaciones intergrupales en el Oriente Medio. Dada la frecuencia de la guerra 
en la prehistoria e historia del hombre, no podemos sino asombrarnos ante 
el ingenioso sistema ideado por los "salvajes" de Nueva Guinea para 
mantener largos períodos de tregua. Después de todo, mientras el rumbim 
de sus vecinos permanece plantado, los tsembaga no tienen que preocuparse 
de verse atacados. ¡Ojalá pudiéramos decir lo mismo de las naciones que 
plantan mísiles en vez de rumbim! 

Las guerras que emprenden tribus primitivas dispersas como los maring 
suscitan dudas acerca de la cordura de los estilos de vida humanos. Cuando 
las naciones-estado modernas emprenden la guerra, a menudo nos 
rompemos la cabeza tratando de encontrar la causa precisa, pero rara vez 
faltan explicaciones alternativas plausibles entre las cuales elegir. 

Los libros de historia están repletos de detalles de guerras emprendidas 
para controlar rutas comerciales, recursos naturales, mano de obra barata o 
mercados de masas. Las guerras de los imperios modernos pueden ser 
lamentables, pero no son inescrutables. Esta distinción es básica para la 
"detente" nuclear actual, que se funda en el supuesto de que las guerras 
implican algún tipo de equilibrio racional de ganancias y pérdidas. Si Estados 
Unidos y Rusia van a perder evidentemente más de lo que posiblemente 
puedan ganar mediante un ataque nuclear, es probable que ninguno de ellos 
desencadene una guerra como solución a sus problemas. Pero sólo cabe 
esperar que este sistema impida la guerra si las guerras en general se 
relacionan con condiciones prácticas y mundanas. La probabilidad de la 
autoaniquilación no disuadirá de la guerra si ésta se desencadena por 
razones irracionales e inescrutables. Si las guerras se emprenden, como 
creen algunos, principalmente porque el hombre es "belicoso" o "agresivo" 
por instinto, porque es un animal que mata por deporte, por gloria, por 
venganza, o por puro amor a la sangre y a la excitación violenta, entonces ya 
podemos ir despidiéndonos de esos mísiles. 

Los motivos irracionales e inescrutables predominan en las explicaciones 
actuales de la guerra primitiva. Puesto que la guerra tiene consecuencias 
mortales para los que participan en ellas, parece presuntuoso dudar que los 
combatientes saben por qué están combatiendo. Pero la respuesta a 
nuestros enigmas de la vaca, el cerdo, las guerras o las brujas no se 
encuentra en la conciencia de los participantes. Los propios beligerantes rara vez captan las causas y consecuencias sistemáticas de sus batallas. Suelen 
explicar la guerra describiendo los sentimientos y motivaciones personales 
experimentadas inmediatamente antes del desencadenamiento de las 
hostilidades. Un jíbaro a punto de ponerse en camino para emprender una 
cacería de cabezas, acoge con satisfacción la oportunidad de capturar el alma 
del enemigo; el guerrero crow anhela tocar el cuerpo del enemigo fallecido 
para demostrar su valor; algunos guerreros se inspiran en el pensamiento de 
la venganza, otros en la perspectiva de comer carne humana. 

Estos anhelos exóticos son bastante reales, pero son la consecuencia, no 
la causa, de la guerra. Movilizan el potencial humano de violencia y ayudan a 
organizar la conducta guerrera. La guerra primitiva, al igual que el amor a las 
vacas o el aborrecimiento del cerdo, se funda en una base práctica. Los 
pueblos primitivos emprenden la guerra porque carecen de soluciones 
alternativas a ciertos problemas; soluciones alternativas que implicarían 
menos sufrimiento y menos muertes prematuras. 

Los maring, como muchos otros grupos primitivos explican el 
desencadenamiento de la guerra por la necesidad de vengar actos violentos. 
En todos los casos recogidos por Rappaport, clanes que antes eran amigos 
iniciaron las hostilidades tras alegar actos específicos de violencia. Las 
provocaciones citadas más frecuentemente eran rapto de mujeres, violación, 
disparar sobre un cerdo en el huerto, robo de cosechas, caza furtiva y muerte 
o enfermedad provocada mediante brujería. 

Una vez que dos clanes maring han entablado una guerra en la que ha 
habido muertes, nunca les faltará motivo para reanudar las hostilidades. 
Cada muerte en el campo de batalla era rumiada por los parientes de la 
víctima, que sólo quedaban satisfechos tras haber igualado la partida 
matando a un enemigo. Cada combate proporcionaba motivo suficiente para 
el próximo, y los guerreros maring emprendían a menudo la guerra con el 
deseo ardiente de matar a determinados miembros del grupo enemigo, es 
decir, aquellos que diez años antes habían sido responsables de la muerte del 
padre o del hermano. 

Ya he relatado parte de la historia de cómo los maring se preparaban para 
la guerra. Tras arrancar el rumbim sagrado, los clanes beligerantes celebran 
los grandes festivales del cerdo en los que intentan reclutar nuevos aliados y consolidar las relaciones con grupos amigos. El kaiko es un acontecimiento 
ruidoso; algunas de sus fases duran meses, de modo que no es posible lanzar 
un ataque por sorpresa. De hecho, los maring esperan que la opulencia de su 
kaiko desmoralizará a sus adversarios. Ambas partes hacen preparativos para 
la batalla mucho antes de los primeros encuentros. Mediante intermediarios 
se acuerda como terreno educados para el combate una zona deforestada 
localizada en la región fronteriza entre los grupos combatientes. Ambas 
partes participan por turno en el desbroce de la maleza de este lugar, 
iniciándose la lucha el día acordado. 

Antes de partir para el terreno del combate, los guerreros forman un 
círculo en torno a sus magos de la guerra, quienes se arrodillan junto al fuego 
sollozando y conversando con los antepasados. Los magos arrojan trozos de 
bambú verde a las llamas. Cuando el calor hace que el bambú explote, los 
guerreros golpean el suelo con los pies, gritan Ooooooh, e inician la marcha 
hacia el campo de batalla en fila india, brincando y cantando en el camino. 
Las fuerzas que se enfrentan forman en los extremos opuestos del calvero al 
alcance de sus respectivas flechas. Fijan en el suelo sus escudos de madera 
del tamaño del hombre, se ponen a cubierto y profieren amenazas e insultos 
contra el enemigo. De vez en cuando, guerrero abandona de repente su 
escudo para insultar a sus adversarios, volviendo a su punto de partida tan 
pronto como una lluvia de flechas se dirige hacia su posición. En esta primera 
fase del combate se producen pocas bajas y los aliados de los dos bandos 
tratan de acabar la guerra tan pronto como alguien resulta herido de 
gravedad. Si cualquiera de las partes insiste en continuar con la venganza, la 
lucha se intensifica. Los guerreros utilizan entonces hachas y lanzas; los 
bandos opuestos se acercan, y en cualquier momento uno de los dos puede 
precipitarse contra el otro en un intento decidido de provocar muertes. 

Tan pronto como se produce una muerte, hay una tregua. Durante un día 
o dos, todos los guerreros permanecen en sus aldeas para realizar rituales 
funerarios o glorificar a sus antepasados. Pero si ambos bandos siguen 
igualados, pronto vuelven al terreno de combate. A medida que se prolonga 
la lucha, los aliados se cansan y están tentados a regresar a sus aldeas. Si se 
producen más deserciones en un grupo que en otro, la fuerza más poderosa 
puede intentar atacar a la más débil para expulsarla del campo. El clan más 
débil recoge sus bienes muebles y se refugia en las aldeas de sus aliados. 
Anticipando la victoria, los clanes más fuertes pueden tratar de aprovechar la ventaja arrastrándose por la noche hasta la aldea enemiga, prendiéndole 
fuego y matando tanta gente como encuentren a su paso. 

Cuando se produce una derrota, los vencedores no persiguen al enemigo, 
sino que se dedican a matar a los rezagados, incendiar las viviendas, destruir 
las cosechas y robar los cerdos. Diecinueve de las veintinueve guerras 
conocidas entre los maring finalizaron con el aplastamiento de un grupo por 
otro. Inmediatamente después de un aplastamiento, el grupo victorioso 
regresa a su aldea, sacrifica el resto de los cerdos y planta el nuevo rumbim, 
con lo que se inicia el período de tregua. No ocupa de un modo directo las 
tierras del enemigo. 

Una derrota decisiva en la que muere mucha gente puede llevar a un 
grupo a no volver jamás a su antiguo territorio. Las líneas de filiación de los 
vencidos se funden con las de sus aliados y anfitriones, mientras que los 
vencedores y los aliados de éstos ocupan su territorio. A veces, el grupo 
derrotado cede sus tierras fronterizas a los aliados entre los que ha buscado 
refugio. El profesor Andrew Vayda, que ha estudiado las consecuencias de las 
guerras en la región de la Cordillera Bismarck, afirma que 
independientemente de que la derrota infligida a un grupo sea o no decisiva, 
lo más probable es que éste establezca su nuevo asentamiento lejos de las 
fronteras enemigas. 

Gran parte del interés se centra en la cuestión de si el combate y los 
ajustes territoriales entre los maring se derivan de los que se ha llamado 
vagamente "presión demográfica". Si entendemos por esta expresión la 
incapacidad absoluta de un grupo para satisfacer los requisitos calóricos 
mínimos, entonces no podemos decir que exista una presión demográfica en 
la región maring. Cuando los tsembaga celebraron su festival de cerdos en 
1963, la población humana se elevaba a 200 individuos y la porcina a 169. 
Rappaport calcula que los tsembaga tenían bastantes tierras de bosque sin 
explotar en su territorio para alimentar una población adicional de 84 
personas (o 84 cerdos adultos) sin provocar un daño permanente en el 
manto forestal o degradar otros aspectos vitales de su hábitat. Pero me 
opongo a definir la presión demográfica como el inicio de deficiencias 
nutritivas reales o el inicio real de daños irreversibles en el medio. En mi 
opinión, la presión demográfica se produce cuando la población empieza a 
acercarse al punto de deficiencias calóricas o proteínicas, o cuando empieza a crecer y consumir a un ritmo que más pronto o más tarde degradará y 
esquilmará la capacidad del medio para mantener la vida. 

El tamaño de la población en el que empiezan a producirse las deficiencias 
nutritivas y la degradación constituye el límite superior de lo que los ecólogos 
llaman "capacidad de sustentación" (carrying capacity: N.T. La capacidad de 
sustentación es un concepto fundamental en la antropología ecológica. Rappaport calcula la 
capacidad de sustentación del territorio tsembaga, es decir, el máximo número de personas y 
cerdos que pueden ser sustentadas durante jun período de tiempo sin modificar el consumo de los 
individuos tsembaga y sin producir una degradación en el medio ambiente, aplicando la siguiente 
fórmula recogida de Carneiro: P=(T:R+Y)*Y:A donde: P=es la población que puede ser sustentada; 
T= total de tierra cultivable; R=duración del período de barbecho en años; Y=duración del período 
de cultivo en años; A=el área de tierra cultivada requerida para proporcionar a un "individuo 
medio" la cantidad de alimento que ordinariamente se deriva de plantas cultivadas por año.) del 
hábitat. La mayor parte de las sociedades primitivas poseen, al igual que los 
maring, mecanismos institucionales para restringir e invertir el crecimiento 
demográfico por debajo de la capacidad de sustentación. Este 
descubrimiento ha producido mucha perplejidad. Puesto que grupos 
humanos concretos reducen la población, la producción y el consumo 
anticipándose a las consecuencias claramente negativas que provoca el 
rebasar la capacidad de sustentación, algunos expertos sostienen que la 
presión demográfica no pude ser la causa de estas reducciones. Pero no es 
necesario observar la obstrucción de una válvula de seguridad y la explosión 
de una caldera para juzgar que la función de la válvula es impedir 
normalmente la autodestrucción de la caldera. 

Tampoco es gran misterio cómo estos mecanismo interruptores -los 
equivalentes culturales de los termostatos, las válvulas de seguridad y los 
interruptores eléctricos- llegaron a formar parte de la vida tribal. Como 
sucede con otras novedades evolutivas adaptativas, los grupos que 
inventaron o adoptaron instituciones de este tipo sobrevivieron con más 
consistencia que los que sobrepasaron el límite de la capacidad de 
sustentación. La guerra primitiva no es ni caprichosa ni instintiva; constituye 
simplemente uno de los mecanismos de interrupción que ayudan a mantener 
las poblaciones humanas en un estado de equilibrio ecológico con sus 
hábitat. 

La mayor parte de nosotros preferiría considerar la guerra no como 
salvaguardia, sino como amenaza a relaciones ecológicas bien fundadas provocada por una conducta incontrolable e irracional. Muchos amigos míos 
piensan que es pecado decir que la guerra es una solución racional a 
cualquier tipo de problemas. Sin embargo, entiendo que mi explicación de la 
guerra primitiva como adaptación ecológica proporciona más razones para el 
optimismo, en lo que atañe a las perspectivas de poner fin a la guerra 
moderna, que las teorías populares en la actualidad de un instinto agresivo. 
Como he dicho con anterioridad, si las guerras son provocadas por instintos 
homicidas innatos, entonces poco es lo que cabe hacer para impedirlas. En 
cambio, sin son provocadas por relaciones y condiciones prácticas, entonces 
podemos reducir la amenaza de guerra modificando estas condiciones y 
relaciones. 

Puesto que no quiero ser tildado de defensor de la guerra, permitidme 
hacer la siguiente puntualización: afirmo que la guerra es un estilo de vida 
ecológicamente adaptativo entre los pueblos primitivos, no que las guerras 
modernas sean ecológicamente adaptativas. La guerra actual a base de 
armas nucleares puede intensificarse hasta el punto de la aniquilación mutua 
total. Hemos llegado, así, a una fase en la evolución de nuestra especie en la 
que el próximo gran avance adaptativo debe ser o bien la eliminación de las 
armas nucleares o bien la eliminación de la guerra misma. 

Cabe inferir las funciones reguladoras o mantenedoras del sistema de la 
guerra maring a partir de diferentes elementos de juicio. En primer lugar, 
sabemos que la guerra estalla en el momento en que la producción y el 
consumo se hallan en auge y las poblaciones porcina y humana se recuperan 
de los bajos niveles alcanzados al finalizar el combate anterior. El festival de 
cerdos, que actúa como mecanismo de interrupción y las hostilidades 
posteriores no coinciden con los mismos máximos en cada ciclo. Algunos 
grupos clánicos intentan hacer valer sus derechos sobre la tierra en niveles 
situados por debajo de los máximos anteriores como consecuencia de una 
recuperación desproporcionadamente rápida de los vecinos enemigos. Otros 
pueden aplazar su festival de cerdos hasta transgredir realmente el umbral 
de la capacidad de sustentación de su territorio local. Sin embargo, lo 
importante no consiste en los efectos reguladores de guerra sobre la 
población de uno u otro clan, sino sobre la población de la región de los 
maring en su totalidad. 
 La guerra primitiva no alcanza sus efectos reguladores principalmente por 
las muertes ocurridas en el combate. Las bajas habidas no afectan de una 
manera sustancial al índice de crecimiento demográfico, ni siquiera entre las 
naciones que practican formas industrializadas de matar. Las decenas de 
millones de muertes provocadas por las batallas del siglo XX sólo constituyen 
una ligera vacilación en el implacable empuje ascendente de la curva del 
crecimiento. Consideremos el ejemplo de Rusia: en el punto culminante de la 
lucha y del hambre durante la Primera Guerra Mundial y la revolución 
bolchevique, la correlación entre la población proyectada para tiempos de 
paz y la población real en época de guerra sólo difería en unos puntos de 
porcentaje. Una década después de haber cesado la lucha, la población se 
había recuperado totalmente y volvía justamente al punto de la curva en que 
habría estado si no hubiera ocurrido la guerra y la revolución. Otro ejemplo: 
en Vietnam, pese a la intensidad extraordinaria de los combates terrestres y 
aéreos la población creció sin interrupción alguna durante la década de los 
60. 

Aludiendo a catástrofes como la Segunda Guerra Mundial, Frank 
Livingstone, profesor de la Universidad de Michigan, ha afirmado 
categóricamente: "Cuando consideramos que estos sacrificios sólo ocurren 
aproximadamente una vez por generación, parece inevitable la conclusión de 
que no tienen efecto alguno en el crecimiento o tamaño de la población". 
Una de las razones para esto estriba en que la mujer corriente es muy 
fecunda y puede parir con facilidad ocho o nueve veces durante los 
veinticinco a treinta y cinco años en los que puede dar a luz. En la Segunda 
Guerra Mundial, el número total de muertes provocadas por la guerra no 
superó el 10 por 100 de la población, y un ligero incremento en el número de 
nacimientos por mujer pudo enjugar con facilidad el déficit en pocos años. 
(También contribuyó a esto una reducción en las tasas de mortalidad infantil 
y en la tasa de mortalidad en general.) 

No puedo formular ahora las tasas reales de mortalidad provocadas por 
las guerras entre los maring. Pero entre los yanomamo, una tribu situada en 
la frontera entre Brasil y Venezuela, y considerada como uno de los grupos 
primitivos más belicosos del mundo, cerca del 15 por 100 de los adultos 
mueren como consecuencia de la guerra. En el próximo capítulo relataré 
muchas cosas sobre los yanomamo. 
 La razón más importante para subestimar la guerra como medio de 
control demográfico consiste en que en cualquier parte del mundo son los 
varones los beligerantes y las víctimas principales de los enfrentamientos en 
el campo de batalla. Entre los yanomamo, por ejemplo, sólo el 7 por 100 de 
las mujeres adultas mueren en batalla frente al 33 por 100 de los varones 
adultos. Según Andrew Vayda, el aplastamiento más sangriento entre los 
maring produjo la muerte de catorce hombres, seis mujeres y tres niños de 
una población de 300 personas en el clan derrotado. Podemos descartar las 
muertes de varones en combate puesto que no tienen prácticamente ningún 
efecto en el potencial reproductivo de grupos como los tsembaga. Aun si se 
exterminara al 75 por 199 de los varones adultos en una sola batalla, las 
hembras supervivientes podrían enjugar con facilidad el déficit en una sola 
generación. 

Los maring y los yanomamo, al igual que la mayor parte de las sociedades 
primitivas, practican la poliginia, lo cual significa que muchos hombres tienen 
varias esposas. Todas las mujeres se casan tan pronto como pueden tener 
hijos y permanecen casadas mientras dura su vida reproductiva. Cualquier 
varón normal puede dejar embarazadas a cuatro o cinco mujeres fértiles 
durante la mayor parte del tiempo. Cuando fallece un hombre maring, hay 
muchos hermanos y sobrinos que esperan incorporar la viuda a su hogar. 
Incluso desde el punto de vista de la subsistencia, se puede prescindir 
totalmente de la mayor parte de los varones, cuya muerte en combate no 
crea necesariamente dificultades insuperables a su viuda e hijos. Entre los 
maring, como ya he mencionado en el capítulo anterior, las mujeres son las 
que más trabajan en los huertos y en la cría de los cerdos. Esto es cierto para 
todos los sistemas de subsistencia basados en la agricultura de tala y quema 
del mundo. Los hombres contribuyen a las tareas hortícolas quemando el 
manto del bosque, pero las mujeres están perfectamente capacitadas para 
realizar por sí solas este trabajo pesado. En la mayor parte de las sociedades 
primitivas, siempre que hay que transportar cargas pesadas -leña o cesta de 
ñames- se considera a las mujeres, no a los hombres como "bestias de carga" 
adecuadas. Dada la aportación mínima de los varones maring a la 
subsistencia, cuanto mayor es el porcentaje de mujeres en la población, 
mayor es la eficiencia global de la producción alimentaría. En lo que atañe a 
la comida, los hombres maring son como los cerdos: consumen mucho más 
de lo que producen. Las mujeres y los niños comerían mejor si se dedicaran a 
criar cerdos en vez de hombres.  
Por consiguiente, el significado adaptativo de la guerra de los maring no 
puede radicar en el efecto bruto de las muertes en combate sobre el 
crecimiento de la población. Al contrario, pienso que la guerra preserva el 
ecosistema maring mediante dos consecuencias más bien indirectas y menos 
conocidas. Una de ellas se relaciona con el hecho de que, a resultas de la 
guerra, los grupos locales se ven forzados a abandonar las áreas de los 
huertos de primera calidad cuando todavía no han alcanzado el techo de la 
capacidad de sustentación. La otra consiste en que la guerra incremente la 
tasa de mortalidad infantil femenina; y así pese a la insignificancia 
demográfica de la mortalidad masculina en combate, la guerra actúa como 
regulador efectivo del crecimiento de la población regional. 

En primer lugar, voy a explicar el abandono de las tierras hortícolas de 
primera calidad. Hasta años después de producirse un aplastamiento, ni 
vencedores ni vencidos explotan el área central de los huertos del grupo 
derrotado, integrado por los mejores lugares de bosque secundario de altitud 
media. Este abandono, aunque temporal, contribuye a mantener la 
capacidad de sustentación de la región. Cuando los kundegai derrotaron a los 
tsembaga en 1953, arrasaron sus huertos, destruyeron los árboles frutales, 
profanaron los cementerios y los hornos de los cerdos adultos que 
encontraron y se llevaron a sus a aldeas todas las cría de los mismos. Como 
señala Rappaport, las depredaciones se orientaban a hacer imposible la 
vuelta de los tsembaga a su propio territorio en vez de a la adquisición de un 
botín. Los kundegai, temiendo la venganza de los espíritus ancestrales de los 
tsembaga, se retiraron a su propio territorio. Una vez allí, colgaron ciertas 
piedras de combate mágicas en bolsas de red en el interior de un refugio 
sagrado. Estas piedras sólo se descolgaban cuando los kundegai se hallaban 
en situación de dar gracias a sus propios antepasados en el siguiente festival 
de cerdos. Mientras las piedras permanecían suspendidas, los kundegai 
temían a los espíritus de los tsembaga y se abstenían de trabajar sus huertos 
o cazar en su territorio. Finalmente, sucedió que los mismos tsembaga 
volvieron a ocupar las tierras abandonadas. Como ya he dicho, en otras 
guerras los vencedores o sus aliados acaban explotando las tierras 
abandonadas temporalmente en la huida. Pero, en cualquier caso, el efecto 
inmediato de un descalabro militar cosiste en que las zonas del bosque 
cultivadas de forma intensiva se dejan en barbecho mientras que áreas previamente sin explotar -las zonas fronterizas del territorio del perdedor- se 
ponen en cultivo. 

En las tierras altas de Nueva Guinea así como en todas las demás regiones 
forestales tropicales, la tala y quema repetidas de la misma área constituyen 
una amenaza para la capacidad de recuperación del bosque. Si el intervalo 
entre sucesivas rozas es muy corto, el suelo se vuelve seco y duro, y los 
árboles pueden volver a crecer. Las hierbas invaden el emplazamiento de los 
huertos y todo rico bosque primario en praderas erosionadas y barrancosas 
que no se pueden explotar mediante una agricultura de tipo tradicional. 
Sabemos que esta secuencia ha producido millones de acres de praderas en 
todo el mundo. 

Entre los maring, se ha producido una deforestación relativamente 
pequeña. Hay algunas zonas de praderas permanentes y de bosques 
secundarios degradados en el territorio de grupos grandes y agresivos como 
los kundegai (el grupo responsable del aplastamiento de los tsembaga en 
1953). Pero la destrucción de formas de vida consecuencia del intento de 
forzar al bosque a mantener más cerdos y hombres de los que puede tolerar, 
se evidencia en muchas regiones cercanas de las tierras altas de Nueva 
Guinea. Por ejemplo, un estudio reciente sobre la región foré meridional 
emprendido por el doctor Arthur Sorensen, miembro de Los Institutos 
Nacionales de la Salud, muestra que los foré han causado daños irreversibles 
de gran escala en el hábitat de su bosque primario, en un área de 
cuatrocientas millas cuadradas de la Cordillera Central. La espesa hierba 
kunai ha invadido los emplazamientos de huertos y caseríos abandonados, 
siguiendo al movimiento de asentamiento a medida que se interna en los 
bosques vírgenes. Cabe constatar una destrucción general del bosque en las 
regiones en las que se ha practicado la horticultura durante muchos años. En 
mí opinión el ciclo regulado por el ritual de guerra, paz del rumbim y 
sacrificio de cerdos ha ayudado a proteger el hábitat de los maring de un 
destino similar. 

Pese a todos los extraños acontecimientos que tienen lugar durante el 
ciclo ritual -plantación del rumbim, sacrificio de cerdos, suspensión de las 
piedras de combate mágicas y la misma guerra- el problema que más llama 
mi atención, que más fascinante me parece no es otro que el de la regulación 
temporal. En la región habitada por los maring, los huertos deben quedar en barbecho durante un mínimo de diez a doce años consecutivos antes de 
poder quemarlos y replantarlos sin peligro de degradarse en pradera. Los 
festivales del cerdo se celebran también aproximadamente dos veces en cada 
generación, es decir, cada diez o doce años. Esto no puede ser una simple 
coincidencia. Por consiguiente, creo que ahora podemos responder al menos 
a la pregunta: "¿Cuándo tienen los maring cerdos suficientes para dar gracias 
a los antepasados?" La respuesta es: "Tienen cerdos suficientes cuando el 
bosque ha vuelto a crecer en el área de los antiguos huertos del grupo 
vencido". 

Los maring, al igual que otros pueblos que practican la tala y la quema, 
viven de "comerse el bosque": quemando árboles y cultivando en las cenizas. 
El ciclo ritual y la guerra ceremonial les impiden "comer" demasiado bosque 
con excesiva rapidez. El grupo derrotado se retira de las tierras mejor 
adaptadas por su topografía para la horticultura. Esto permite la 
regeneración del manto forestal en aquellos sectores que la voracidad de los 
maring y sus cerdos pone en peligro. Durante la estancia entre sus aliados, 
los vencidos pueden volver a explotar partes de su territorio, pero en lugares 
del bosque primario alejados de sus enemigos que no corren peligro alguno. 
Si consiguen criar muchos cerdos y recuperan su fuerza con ayuda de sus 
aliados, intentarán volver a ocupar sus tierras y ponerlas de nuevo en plena 
producción. El ritmo de guerra y paz, fuerza y debilidad, abundancia de 
cerdos y escasez de cerdos, huertos centrales y huertos periféricos, esto 
evoca los ritmos correspondientes en todos los clanes vecinos. Aunque los 
vencedores no tratan de ocupar inmediatamente el territorio del enemigo, 
plantan los huertos más cerca de la frontera del territorio del enemigo 
aplastado que antes de la guerra. Lo que todavía es más importante, su 
población de cerdos se ha reducido drásticamente, lo que provoca al menos 
una reducción temporal en el índice de crecimiento hacia el umbral de la 
capacidad de sustentación del territorio. Cuando la población porcina se 
acerca a su máximo, los vencedores descuelgan las piedras de combate 
mágicas, arrancan el rumbim y se preparan para entrar en el territorio 
desocupado y regenerado de nuevo, en son de paz si sus enemigos de antes 
son todavía demasiado débiles para entablar un combate con ellos, o con 
ánimo vengativo si sus enemigos anteriores se han reforzado. 

En las pulsaciones vinculadas de gente, cerdos, huertos y bosques 
podemos comprender por qué los cerdos adquieren una santidad ritual considerada incompatible con el carácter de los cerdos en otras partes del 
mundo. Puesto que un cerdo adulto come tanto bosque como un hombre 
adulto, el sacrifico de cerdos reduce el sacrificio de hombres en el clímax de 
cada ritmo sucesivo. No es pues de extrañar que los antepasados ansíen los 
cerdos; de lo contrario, ¡tendrían que “comerse” a sus hijos e hijas! 

Queda un problema. Cuando los tsembaga fueron expulsados de su 
territorio en 1953, buscaron refugio junto a siete grupos locales diferentes. 
En algunos casos, los clanes junto a los que marcharon a vivir acogieron a 
“refugiados” adicionales de otras guerras anteriores y posteriores a la 
derrota de los tsembaga. Parecería, por lo tanto, que la amenaza ecológica a 
los territorios del grupo aplastado simplemente se había trasferido de un 
lugar a otro, y que los refugiados pronto comenzarían a devorar los bosques 
de sus anfitriones. De ahí que el simple desplazamiento de la gente no baste 
para impedir que la población degrade el medio ambiente. Debe haber 
asimismo algún medio de limitar el crecimiento real de la población. Esto nos 
lleva a la segunda consecuencia de la guerra primitiva que he mencionado 
hace un momento. 

En la mayor parte de las sociedades primitivas, la guerra es un medio 
eficaz de control demográfico, ya que un combate intenso y periódico entre 
grupos favorece la crianza de niños en vez de niñas. Cuanto más numerosos 
son los varones adultos, más poderosa es la fuerza militar que un grupo 
dependiente de armas de mano puede reclutar para el campo de batalla y 
más probabilidad tiene de conservar su territorio frente a la presión ejercida 
por sus vecinos. Según un estudio demográfico sobre más de 600 
poblaciones primitivas realizado por William T. Divale, miembro del Museo 
Americano de Historia Natural, hay un desequilibrio permanentemente 
extraordinario a favor de los muchachos en los grupos de edades infantil y 
juvenil (aproximadamente hasta los quince años de edad). La razón media 
entre muchachos y muchachas es de 150:100 pero algunos grupos tienen 
incluso el doble de muchachos que de muchachas. La misma razón entre los 
tsembaga se aproxima a la media de 150:100. Sin embargo, cuando 
examinamos los grupos de edad adulta, la razón media entre hombres y 
mujeres en el estudio de Divale se aproxima más a la unidad, lo que sugiere 
una tasa de mortalidad más elevada para los hombres maduros que para las 
mujeres maduras. 
 Las bajas en combate constituyen la causa más probable de la mayor tasa 
de mortalidad entre los hombres adultos. Entre los maring, las bajas de 
varones en combate sobrepasa a las de mujeres en una proporción de 10 a 1. 
Pero, ¿cómo se explica la situación inversa en las categorías de edad infantil y 
juvenil? 

La respuesta de Divale es que muchos grupos primitivos practican el 
infanticidio femenino manifiesto. Se ahoga a las niñas, o simplemente se las 
deja abandonadas en el bosque. Pero más frecuentemente, el infanticidio es 
encubierto, y la gente niega habitualmente que lo practique, lo mismo que 
los agricultores hindúes niegan que matan a sus vacas. Al igual que la 
proporción desequilibrada entre bueyes y vacas en la India, la discrepancia 
entre las tasas de mortalidad infantil femenina y masculina obedece 
normalmente a una “pauta de negligencia” en el cuidado de las criaturas y no 
a una agresión directa a la vida de la niña. Incluso una pequeña diferencia en 
la sensibilidad de la madre a los llantos de los hijos que solicitan alimento o 
protección podría explicar por acumulación el desequilibrio total en la razón 
entre mujeres y hombres. 

Únicamente un conjunto sumamente poderoso de fuerzas culturales 
puede explicar la práctica del infanticidio femenino y el tratamiento 
preferencial otorgado a las criaturas del sexo masculino. Desde un punto de 
vista estrictamente biológico, las mujeres son más valiosas que los hombres. 
La mayor parte de los varones son, por que se refiere a la producción, 
superfluos, puesto que basta un sólo hombre para dejar embarazadas a 
cientos de mujeres. Sólo las mujeres pueden dar a luz y amamantar a los 
niños (en sociedades que carecen de biberones y de fórmulas que sustituyan 
a la leche materna). De existir algún tipo de discriminación sexual contra las 
criaturas, predeciríamos que los varones serían las víctimas. Pero sucede al 
revés. Esta paradoja es más difícil de comprender si admitimos que las 
mujeres están capacitadas física y mentalmente para realizar todas las tareas 
básicas de producción y subsistencia con independencia total de cualquier 
ayuda de los varones. Las mujeres pueden realizar todas las actividades que 
realizan los hombres, aunque tal vez con alguna pérdida de eficiencia donde 
se requiere fuerza bruta. Pueden cazar con arcos y flechas, pescar, poner 
trampas, y talar árboles si se les enseña o se les permite aprender. Pueden 
transportar y transportan cargas pesadas, pueden trabajar y trabajan en los 
huertos y campos en todo el mundo. Entre los horticultores de tala y quema como los maring, las mujeres son los principales productores de alimentos. 
Incluso entre grupos cazadores como los bosquimanos, el trabajo de la mujer 
subviene a más de dos terceras partes de las necesidades nutritivas del 
grupo. En cuanto a los inconvenientes asociados con la menstruación y el 
embarazo, las líderes actuales de los movimientos de liberación de la mujer 
tienen toda la razón cuando señalan que se pueden eliminar con facilidad 
estos “problemas” en la mayor parte de las tareas y actividades productivas 
mediante pequeños cambios en los planes de trabajo. La presunta base 
biológica de la división sexual del trabajo es completamente absurda. 
Mientras todas las mujeres de un grupo no se encuentren al mismo tiempo 
en el mismo período de embarazo, las mujeres podrían administrar 
perfectamente por sí solas las funciones económicas consideradas como 
prerrogativa natural de hombre, como, por ejemplo, la caza o el pastoreo. 

La única actividad humana, aparte de la sexual, para la cual es 
indispensable la especialización del varón es el conflicto bélico que requiere 
armas de mano. En general, los hombres son más altos, más fuertes y más 
musculosos que las mujeres. Los hombres pueden arrojar una lanza más 
larga, doblar un arco más fuerte y usar una maza más grande. Los hombres 
pueden correr también más deprisa, ya sea en el ataque hacia el enemigo o 
en la retirada. Insistir junto con algunos líderes del movimiento de liberación 
de la mujer en que las mujeres pueden ser también adiestradas para 
combatir con armas de mano no altera la situación. Si algún grupo adiestrara 
a las mujeres en vez de a los hombres como sus especialistas militares, 
cometería un gran error. Seguramente esta decisión equivaldría a un suicidio, 
puesto que no conocemos u solo caso auténtico en parte alguna del globo 
terrestre. 

La guerra invierte el valor relativo de la aportación que hombres y 
mujeres hacen a las perspectivas de supervivencia del grupo. La guerra obliga 
a las sociedades primitivas a limitar la cría de mujeres al favorecer la 
maximización del número de varones adultos listos para el combate. Es esto, 
y no el combate per se, lo que convierte a la guerra en un medio eficaz de 
controlar el crecimiento demográfico. Como saben todos los maring, los 
antepasados ayudan a los que más se ayudan a sí mismos, mandando al 
terreno de combate a muchos hombres y manteniéndoles allí. Así, que me 
inclino más bien hacia el punto de vista de que el ciclo ritual entero es un 
“truco” inteligente por parte de los antepasados para conseguir que los maring críen cerdos y hombres en vez de mujeres al objeto de proteger el 
bosque. 

Continuando la búsqueda de las condiciones prácticas que llevan a la 
guerra primitiva, todavía he de abordar la cuestión de por qué no se 
empleaban medios menos violentos para mantener la población del grupo 
local por debajo de la capacidad de sustentación. Por ejemplo, ¿no habría 
sido mejor para los tsembaga así como para su hábitat si se hubiera limitado 
su población simplemente mediante alguna técnica de control de natalidad? 
La respuesta es no, puesto que antes de la invención del condón en el siglo 
XVIII, no existieron en ninguna parte métodos anticonceptivos seguros, 
relativamente agradables y eficaces. Con anterioridad, el medio “pacífico” 
más eficaz para limitar la población, aparte del infanticidio, era el aborto. 
Muchos pueblos primitivos saben cómo provocar el aborto con brebajes 
venenosos. Otros enseñan a la mujer embarazada a envolver su vientre con 
una apretada faja de tela. Cuando falla todo lo demás, la mujer embarazada 
se tumba sobre la espalda mientras una amiga salta con todas sus fuerzas 
sobre su abdomen. Estos métodos son bastante eficaces, pero tienen el 
desagradable efecto secundario de provocar la muerte de la futura madre 
casi tan a menudo como la muerte del embrión. 

Al faltarles métodos seguros y eficaces de anticoncepción o aborto, los 
pueblos primitivos deben centrar su medio institucionalizado de controlar la 
población en los individuos vivos. Los niños -cuanto más jóvenes mejor- son 
las víctimas lógicas de estos esfuerzos, ya que, en primer lugar, no pueden 
ofrecer resistencia; en segundo lugar, hay menos inversión social y material 
en ellos; y en tercer lugar, los lazos emocionales con las criaturas son más 
fáciles de cortar que los existentes entre adultos. 

Los que encuentran mi razonamiento depravado o “incivilizado”, deberían 
leer algo sobre la Inglaterra del siglo XVIII. Decenas de millares de madres 
ebrias de ginebra arrojaban regularmente sus bebés al Támesis, les envolvían 
con las ropas de las víctimas de la viruela, les abandonaban en toneles de 
basura, les asfixiaban al echarse sobre ellos en la cama en el estado de 
estupor provocado por la embriaguez, o ideaban otros métodos directos o 
indirectos de acortar la vida de sus criaturas. En nuestra propia época, sólo 
un grado increíble de obstinación farisaica nos impide admitir que todavía se 
practica el infanticidio a escala cósmica en las naciones subdesarrolladas, en las que son corrientes tasas de mortalidad infantil en el primer año de 250 
por cada mil nacimientos. 

Los maring hacen lo mejor que pueden ante una mala situación que ha 
sido común a toda la humanidad antes del desarrollo de una anticoncepción 
eficaz y de un aborto seguro en los primeros meses de embarazo. Provocan o 
toleran una proporción más alta de muertes de criaturas femeninas que de 
criaturas masculinas. Si no hubiera ninguna discriminación contra las niñas, 
muchos niños serían víctimas de la necesidad de un control demográfico. La 
guerra que favorece la cría del máximo número de varones, es responsable 
del índice más alto de supervivencia de las criaturas masculinas frente a las 
femeninas. O sintetizando la cuestión, la guerra es el precio pagado por las 
sociedades primitivas por criar hijos cuando no pueden permitirse el lujo de 
criar hijas. 

El estudio de la guerra primitiva nos lleva a la conclusión de que la guerra 
ha formado parte de una estrategia adaptativa vinculada a condiciones 
tecnológicas, demográficas y ecológicas específicas. No es necesario invocar 
imaginarios instintos criminales o motivos inescrutables o caprichosos para 
comprender por qué los combates armados han sido tan corrientes en la 
historia de la humanidad. Por ello, no cabe sino esperar que ahora cuando la 
humanidad tiene mucho más que perder de lo que posiblemente pueda 
ganar con la guerra, otros medios de resolver los conflictos entre grupos la 

reemplazarán. 

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